http://firewall.unesco.org/issj/rics160/valaskakisspa.html#vv
Revista Internacional de Ciencias
Sociales. Unesco. No. 160, junio de 1999
Consultado marzo 19 de 2000
Nota biográfica
Kimon
Valaskakis es Embajador de Canadá en la OCDE, París. Ha sido profesor de
economía en la Universidad de Montreal y presidente fundador del GAMMA
Institute (un centro de reflexión e investigación canadiense) y Presidente de
ISOGROUP Consultants, un grupo internacional de planificación estratégica.
La globalización
como teatro: nuevo escenario, nuevos actores, nuevo guión*
Kimon Valaskakis
En
el prólogo a la obra de Shakespeare de Enrique
V, leemos: Para una Musa del fuego,
un reino por un escenario, actuarán los Príncipes y los Monarcas contemplarán
la soberbia escena. El 'Reino', precursor del moderno Estado-nación fue de
hecho el principal teatro de la actividad humana. Actualmente, tenemos que
referirnos a otra de las obras de Shakespeare, As You Like It, para entender la realidad contemporánea: El mundo es un escenario y los hombres y
mujeres no son sino los actores. Realmente, el escenario se ha vuelto
global y ya no es nacional, si bien en el proceso los hombres y mujeres ya no
son actores iguales. Algunas
estrellas, hasta ahora tradicionales, comienzan a desplazarse del centro del
escenario o están siendo reducidas a papeles secundarios. Otras, al contrario,
prácticamente desconocidas en períodos históricos anteriores, están eclipsando
a todas los demás y acaparando lugares centrales en el escenario.
1. El nuevo escenario
La
globalización en su forma moderna comenzó con los viajes de descubrimiento del
siglo XV. Durante la Edad Media precedente, los señores feudales se habían
disputado territorios e influencias, y los emperadores y Papas se enfrentaban
como representantes del poder temporal y espiritual. No había actores privados
sectoriales que asumieran la forma de empresas, sindicatos o grupos de
consumidores, si bien los gremios medievales y los banqueros italianos
ejercieron efectivamente cierta influencia en el proceso político. Con el auge
del Estado-nación y el nacimiento del capitalismo, los señores feudales y los
líderes religiosos europeos perdieron su poder, que fue transferido al gobierno
central bajo la forma de una monarquía absoluta. Al final de la Guerra de los
Treinta Años, la transición de un sistema feudal a un sistema de Estado-nación
fue simbólicamente codificada en el célebre Tratado de Westfalia, en el que
algunos historiadores ven la piedra angular del sistema moderno de relaciones
internacionales. A partir de ese momento, los gobiernos nacionales tendrían que
tratar unos con otros, declarar la guerra o firmar la paz, los tratados y
acuerdos internacionales y, al hacer esto, introducirían cierta forma de orden
global en el mundo. Se habían convertido en los actores principales, que
guardaban celosamente su poder y lo ampliaban no sólo a través de políticas
militares, sino también económicas.
Por
lo tanto, el período mercantilista de finales del siglo XVII y comienzos del
XVIII fue la manifestación económica del auge del Estado-nación. Los
mercantilistas franceses, bajo Richelieu y, especialmente, Colbert,
transformaron el arte de gobernar en un arte refinado de políticas económicas
sofisticadas y sentaron los fundamentos de la teoría y de las políticas
comerciales proteccionistas con conceptos como 'balanza de pagos favorable',
con la imposición de aranceles a las importaciones, subsidios a las
exportaciones, etc. Desde luego, a los mercantilistas más tardes se opusieron
los librecambistas, cuyo gurú intelectual fue Adam Smith, en su famosa obra Estudio sobre la riqueza de las naciones
(1776), en la que atacaba a la doctrina mercantilista y demostraba los efectos
generadores de riqueza del libre comercio y la especialización.
La
lucha intelectual entre el mercantilismo que abogaba por la intervención
estatal en la economía, por un lado, y el liberalismo económico de Adam Smith y
sus discípulos, por otro, se prolongó a lo largo del siglo XIX sin que surgiera
un claro ganador. Los períodos de liberalismo alternaron con períodos de
proteccionismo renovado de forma zigzagueante. Sin embargo, algo había
cambiado. El teatro de operaciones estaba en constante expansión. La expansión
colonial hizo de la lucha entre mercantilismo y libre comercio un fenómeno de
carácter cada vez más universal. A finales del siglo XIX, se había llegado a
formular una versión de lo que actualmente llamamos 'globalización'. Los
mercados globales de producción ya estaban integrados, si bien el sistema neomercantilista,
con sus privilegios imperiales en los imperios coloniales, dividió al mundo en
bloques comerciales rivales. Sin embargo, el surgimiento del patrón oro, a
finales del siglo XIX, suavizó la transición hacia un comercio global más
fluido. Además, se generalizaron los flujos de capital internacional,
especialmente bajo la forma de inversiones de cartera, y un monto importante de
capitales europeo se traspasó al exterior.
La
Primera y la Segunda Guerra Mundial, con su interludio comparativamente breve,
aplicaron un fuerte freno al proceso de la globalización descontrolada. De
hecho, después de la Gran Depresión, los gobiernos de los Estados-naciones
maximizaron su poder económico, alcanzando niveles de control anteriormente
desconocidos. En la URSS, prevaleció un socialismo sumamente intervencionista,
unido a la práctica desaparición del sector privado. En otros países
totalitarios, como la Alemania nazi, la Italia fascista, España, Japón, etc.,
también se maximizó un control estatal inspirado más en una doctrina
mercantilista que socialista. Incluso las 'grandes democracias' (Estados
Unidos, Reino Unido y Francia) tuvieron que introducir medidas de control
estatal y de intervencionismo en la economía para abordar lo que parecía una
depresión sin soluciones. El keynesianismo, o la legitimación de una economía
mixta con un papel concreto para el Estado, lentamente comenzó a convertirse en
la doctrina económica ortodoxa.
La
derrota de los poderes totalitarios durante la Segunda Guerra Mundial, dejó a dos
vencedores en una economía mundial destrozada. Por un lado, se encontraba un
Occidente relativamente no intervencionista que se pronunciaba por la doctrina
del control estatal mínimo. La Organización de Cooperación y Desarrollo
Económico (OCDE), que nació de la Organización para la Cooperación Económica
Europea (OCEE) fue el símbolo del pensamiento económico occidental y se
transformó en la caja de resonancia de filosofías relativamente liberales. En
cierto sentido, fue la contraparte económica de la OTAN que se enfrentaba al
bloque soviético. Éste, también vencedor en la Segunda Guerra Mundial, creía en
la maximización de la intervención estatal, con una propiedad colectiva total
de los medios de producción. El enfrentamiento entre ambos bloques, conocido
como la Guerra Fría, fue un enfrentamiento entre alianzas de Estados-naciones.
No obstante, cabe señalar que incluso los grupos de la OCDE de los países
occidentales creían en una economía mixta con predominio de ideas y políticas
keynesianas. Los gobiernos de los Estados-naciones tenían un control absoluto
de las relaciones internacionales. Por lo tanto, en ambos lados de la división
ideológica, los gobiernos de los Estados-naciones seguían siendo protagonistas
clave. Eran las estrellas de la economía global.
El
final de la Guerra Fría y la caída del Muro de Berlín y todo aquello que
simbolizaba pareció ser el triunfo final del 'bloque OCDE', por así decirlo, de
las democracias que preconizaban el menor intervencionismo posible. Como
resultado, a comienzos de los años 90, todos querían imitar a Occidente,
adoptar sus instituciones y su filosofía, privatizar las industrias estatales,
desregular y reducir la intervención y los gastos del Estado. En los diez años
transcurridos entre 1988 y 1998, casi todos los gobiernos del mundo,
independientemente de su ideología, redujeron
sus actividades mientras los agentes del sector privado ampliaban las suyas, y reemplazaban progresivamente a los gobiernos
como actores económicos principales en el escenario mundial.
Actualmente,
en 1998, el mundo se ha convertido realmente en la 'aldea global' descrita por
Marshall McLuhan o en la Nave Tierra descrita por el arquitecto norteamericano
Buckminster Fuller. Mientras a comienzos del siglo XX, el comercio y los
imperios fueron los principales actores de la globalización, en la última
década, los nuevos resortes han sido la tecnología y los flujos de capital. En
esta era de Internet, los flujos de intercambio comercial con el extranjero a
corto plazo corresponden a más de un billón de dólares al día, por oposición al flujo comercial de cuatro billones de
dólares al año.
2. Los nuevos actores
Los
nuevos actores que actualmente dominan el escenario mundial y eclipsan al
antiguo tienen una cosa en común: todos
pertenecen, fundamentalmente, al sector privado. De hecho, un sinónimo
inesperadamente cercano a la globalización contemporánea es privatización. En los tiempos que
corren, todo está siendo privatizado, incluso el terrorismo, que ya no es un
terrorismo de Estado contra Estado, sino cada vez más organizado por grupos
individuales (Osama Bin Laden, las sociedades secretas japonesas, los
'vigilantes' de Estados Unidos, etc.). Como hemos indicado, la globalización
está siendo acompañada por una disminución
masiva y continua de los gobiernos, tanto en términos de recursos como en
términos de influencias. Los agentes del sector privado están acaparando el
centro del escenario y las cumbres modernas, como el World Economic Forum, en
Davos (Suiza), y personajes como Bill Gates y George Soros son actores mucho
más importantes que los jefes de gobierno de las superpotencias.
Si
tuviésemos que hacer una lista de los nuevos intérpretes de este teatro global,
podríamos identificar a dos estrellas en declive y a cinco que ascienden.
2.1 Las estrellas en declive
1. Los gobiernos de los Estados-naciones.
La movilidad transnacional de las empresas, del capital y de la tecnología
permite a los agentes del sector privado eludir las jurisdicciones nacionales y
desplazarse a entornos más favorables. Al enfrentar a un gobierno con otro,
pueden obligar a que los impuestos y las regulaciones se reduzcan a su mínimo
común denominador. Del mismo modo, la globalización de la tecnología, a través
de Internet, restringe gravemente el grado de libertad y efectividad de la
intervención del gobierno. Los gobiernos de los Estados-naciones, las estrellas
del orden de Westfalia, están perdiendo poder muy rápidamente.
2. Los gobiernos subnacionales.
Son los gobiernos estatales y provinciales en los Estados federales, así como
los gobiernos municipales, tanto en los Estados federales como unitarios. Estos
gobiernos están reclamando cierto poder a expensas de los gobiernos centrales
mediante el proceso de traspaso de competencias, pero están perdiendo, en
términos generales, con respecto a los actores del sector privado, porque, al
igual que los gobiernos nacionales, se ven obligados a competir unos con otros
para ofrecer incentivos sumamente generosos que atraigan a los sectores
productivos móviles.
2.2 Las estrellas en ascenso
1. Las empresas trasnacionales.
Éstas, desde luego, son las estrellas en ascenso por excelencia, ya sean
grandes empresas multinacionales o pequeñas empresas que funcionan en muchos
países. Por su dinamismo, sus ansias de beneficios y las oportunidades que les
brinda la globalización, están obteniendo un gran éxito en el escenario mundial
y están siendo a la vez abucheadas por todos los actores gubernamentales. A
grandes rasgos, de los 200 actores económicos más importantes del mundo, cerca
de 160 son empresas y sólo 40 son gobiernos de Estados-naciones. El poder de
las empresas está siendo potenciado todavía más por las fusiones, las
adquisiciones, privatizaciones, y alianzas estratégicas que aumentan el alcance
y el poder de estos actores.
2. Grupos especiales de influencia (SIG).
Estos no son ni gobiernos, ni empresas ni ONG tradicionales; pueden ser
bastante diferentes en función del país del que provengan. Entre ellos se
incluye a ejércitos nacionales o fuerzas policiales, grupos terroristas, mafias,
sociedades secretas, grupos religiosos integristas, instituciones religiosas,
grupos de presión específicos o cualquier otra cosa. Estos grupos de influencia
especial ejercen su poder a través de diferentes medios y la mayoría de las
veces funcionan detrás del escenario.
Debido a las posibilidades que brinda la globalización e Internet, pueden ser
muy activos en muchos países simultáneamente y burlar el control gubernamental
en cualquier país, lo cual no hace sino erosionar aún más el poder de los Estados-naciones.
3.Las rganizaciones intergubernamentales
(OIG). Las organizaciones intergubernamentales se han
multiplicado a un ritmo acelerado desde finales de la Segunda Guerra Mundial.
En cierto sentido, constituyen la respuesta gubernamental a la globalización y
están formadas por alianzas de gobiernos de Estados-naciones que intentan
actuar colectivamente en ámbitos en que la acción individual no es efectiva.
Las OIG están heredando parte del poder que voluntariamente han cedido los
gobiernos de los Estados-naciones miembros, si bien su fortaleza también reside
en su capacidad de acción concertada. Mientras que las políticas y la capacidad
de los gobiernos individuales que actúan por su cuenta se reducen cada vez más,
la capacidad de las principales OIG del mundo para formular políticas al
unísono sigue siendo muy alta.
4. Las organizaciones no gubernamentales
(ONG). De hecho, este grupo es bastante amplio y
heterogéneo. Lo único que las ONG tienen en común es que funcionan con
independencia de los gobiernos. Como es evidente, esta definición es demasiado
amplia para que sea útil. Las ONG suelen constituirse en torno a un tema común
que las define. Ejercen su influencia en el escenario mundial fundamentalmente
a través de acciones centradas que suelen utilizar los mismos medios de
comunicación para transmitir su mensaje a la opinión pública. Las ONG deben ser
consideradas como un todo heterogéneo. Desempeñan un papel muy valioso en la
sensibilización de la opinión mundial, pero no pueden reemplazar ni a los
gobiernos, ni a las empresas ni a los grupos de intereses especiales como los
protagonistas claves del sistema mundial. Su función más valiosa es la de ser
actores secundarios, si bien, en
nuestra opinión, no pueden funcionar en el centro del escenario por dos
razones:
·
La primera es que también las ONG podrían
representar grupos específicos de interés, en lugar de grupos de interés
general. Potencialmente, se enfrentan al problema del déficit democrático,
puesto que el control, la financiación, la toma de decisiones y la
representatividad de las ONG varían enormemente. A priori, puede haber 'buenas' ONG y 'malas' ONG. El carácter
espontáneo de las ONG es un testimonio del hecho de que representan ciertos
intereses, pero no se puede suponer automáticamente que son más representativas
que los gobiernos democráticamente elegidos.
·
En segundo lugar, aunque sean plenamente
representativas, las ONG carecen de poder de supervisión y ejecución. Pueden
actuar sobre la opinión pública, pero no tienen autoridad moral ni física para
imponer sus decisiones a nadie. En este sentido, siguen siendo menos poderosas
que los Estados-naciones y que los gobiernos subnacionales, que aún conservan
entre sus recursos un cierto número de instrumentos de coerción.
Dicho
esto, es posible que las ONG desempeñen un papel cada vez más importante en el
nuevo escenario mundial, porque son capaces de articular posiciones con mayor
libertad y flexibilidad que los gobiernos y abarcar audiencias mucho más
amplias que las empresas, que están subordinadas a los intereses de sus
accionistas.
5. La sociedad civil.
En los últimos años se han dicho muchas cosas acerca de la sociedad civil, si
bien el concepto no ha sido nunca específicamente definido. Al parecer, la
sociedad civil se compone de todos los ciudadanos del mundo no afiliados a un
grupo de interés específico. ¿Cómo es posible situar a este amorfo conjunto de
personas en un solo grupo? Todavía no está claro, pero, por el momento, puede
postularse que la sociedad civil es un actor en el escenario mundial, un poco
al mismo título que los conceptos de 'opinión pública' o 'interés público', que
usamos sin especificar más. La sociedad civil se manifiesta, fundamentalmente,
a través de las encuestas de opinión, las actitudes generales en torno a ciertos
temas y mediante el uso de portavoces o intérpretes como las ONG. Pero, dado
que los fundamentos ontológicos de la sociedad civil siguen siendo vagos, hay
demasiadas organizaciones que pueden reivindicar su representación, a veces de
manera contradictoria.
3. El nuevo guión
Hay
un nuevo escenario, están surgiendo nuevos actores y los antiguos van saliendo
de escena. ¿Qué significa todo esto? ¿Acaso la globalización es el
acontecimiento más feliz de la historia de la humanidad, como algunos
sostienen, o, por el contrario, es un desastre sin contemplaciones, según
auguran otros? ¿El cambio tecnológico es una panacea o es una caja de Pandora?
¿Podrá el crecimiento económico brindar automáticamente prosperidad a todos o
aumentará la brecha entre ricos y pobres? Y, aún más importante, ¿el sistema
global avanza de manera ordenada, suave y sólida, o acaso la Nave Tierra va
dando tumbos por el espacio de manera incontrolada? En resumen, se puede decir
que la globalización abarca graves 'choques asimétricos', utilizando una
expresión actualmente en boga. Estas asimetrías se han manifestado en al menos
tres 'dualidades'.
3.1 Primera dualidad: las
brechas del empleo
A
finales de 1997, había 36 millones de personas que estaban visiblemente cesantes en los países de la OCDE, lo cual
correspondía al 7,1% de la fuerza laboral. Decimos 'visiblemente' porque estas
cifras excluyen a aquellos que han renunciado a seguir buscando un empleo, a
los que han sido obligados a la jubilación temprana y a quienes siguen
estudiando sólo porque no tienen empleo. Uno de los indicadores más impactantes
es el coeficiente de la población trabajadora real en relación a la población total,
significativamente más difícil de tabular. Aquí, veremos que sólo el 30% de la
población realmente 'trabaja', y que este 30% es suficiente para producir todos
los zapatos, barcos y productos que necesitamos por una razón muy simple: la tecnología ha tenido un gran éxito
reduciendo la cantidad de esfuerzo humano necesaria para producir un
determinado producto. Estamos produciendo más con menos.
Si
reflexionamos, así debería ser. La posición opuesta sería ridícula. Sería
absurdo introducir una tecnología cuyo efecto neto fuera aumentar el esfuerzo humano necesario para alcanzar el mismo producto.
Nótese que hablamos de 'esfuerzo' y no de empleos. Un indicador de 'esfuerzo'
podría ser el número de horas/trabajo al año. Ahora bien, en los últimos 150
años, en el mundo occidental hemos trabajado significativamente menos para
producir considerablemente más. En los países más desarrollados, el año laboral
era de unas 3.000 horas en 1850. Alrededor de 1995, el promedio era de 1.600
horas. Esta reducción de las horas de trabajo, el principal dividendo de la
tecnología, podría distribuirse de formas muy diferentes: menos personas
trabajando largas horas con muchos cesantes o muchas personas trabajando menos
horas con menos cesantes, o alguna combinación intermedia. Las estadísticas del
empleo que aparecen en los periódicos no suelen hacer grandes distinciones
entre el empleo a jornada parcial y a jornada total. Si un empleo de jornada
integral de 40 horas se reemplaza por tres empleos parciales de 10 horas cada
uno, las estadísticas registrarán un aumento
del empleo a través de la creación de empleos, mientras que en realidad lo que
se ha producido es una disminución del esfuerzo general de 40 a 30 horas.
La
solución a largo plazo de la cuestión del 'empleo' puede resumirse en algunas
proposiciones comparativas básicas: (1) aumentar considerablemente la
producción para absorber todos los trabajadores; (2) disminuir las horas de
trabajo, ya sea por ley o mediante empleo parcial, para distribuir el empleo;
(3) disminuir los salarios y mejorar las condiciones de trabajo para permitir
que el trabajo humano pueda seguir compitiendo con las máquinas más eficaces y
menos costosas. Cada una de estas soluciones, ya sea aisladamente o en
combinación con otras, significa importantes costos, así como beneficios. El
efecto de la globalización, que vincula las políticas de empleo a la competitividad,
consiste en limitar la libertad de opción de los gobiernos nacionales. En un
sentido básico deben o converger con la política que potenciará al máximo la
'competitividad', la nueva consigna de la supervivencia, o intentar, mediante
acuerdos internacionales, negociar 'cláusulas sociales' en los tratados de
libre comercio para nivelar el campo de juego e impedir que los generosos
sistemas de seguridad social se conviertan en obstáculos para la
competitividad. Sin embargo, los gobiernos nacionales ya no son libres para
elegir las políticas de empleo sin tener en cuenta su impacto en la posición
económica global de su país.
3.2 Segunda dualidad: las
brechas de los ingresos
Algunos
países de la OCDE, como Japón y Estados Unidos, gozan prácticamente de pleno
empleo, aun cuando algunas de las cifras sean sospechosas. En Japón, por
ejemplo, trabajar sólo una hora a la semana se considera estar empleado,
mientras que en Estados Unidos los presos no se consideran cesantes, porque,
mientras cumplen su condena, no están buscando trabajo. No obstante, incluso
aunque quisiéramos darle un título de pleno empleo a estos dos países, este
logro trae consigo costos importantes. Los salarios no han crecido al mismo
ritmo que la productividad, especialmente en Estados Unidos, y hay importantes
brechas que subsisten y aumentan. Tanto en sentido figurativo como estadístico,
la clase media de Estados Unidos está siendo gravemente limitada. Éste es un
fenómeno mundial. Las brechas en los ingresos están aumentando, tanto dentro
como entre los países. La proporción del ingreso mundial de la quinta parte más
pobre de la población mundial ha disminuido del 2,3% al 1,4%, mientras que la
proporción de la quinta parte más rica ha aumentado del 70 al 85%. Al mismo
tiempo, en 1997, la riqueza combinada de las 350 personas más ricas del mundo
era superior al ingreso anual del 45% de la humanidad.
El
cisma entre los ricos y los pobres parece estar aumentando no debido a alguna
siniestra conspiración global, sino por razones técnicas, brillantemente
definidas por Frank y Cook en su libro The
Winner Takes All Society [La sociedad del ganador se lo lleva todo] (NY
Free Press, 1995). Con la globalización de la competencia, los concursos
locales están desapareciendo y están siendo reemplazados por campeonatos
mundiales donde el ganador se lo lleva todo. Es como si todos los campeones
locales de tenis tuvieran que enfrentarse a Pete Sampras antes de que pudieran
reclamar cualquier derecho a jactarse. Ya que sólo hay lugar para unos pocos
Pete Sampras en el mundo, la globalización de la competencia conduce a una
situación en la que cada vez hay menos ganadores, junto a grandes campeones que
ganan premios cada vez más exhorbitantes. Esta situación no conduce a una
distribución equitativa de los ingresos. Al contrario, exacerba la desigualdad
y recompensa a los empresarios con enormes premios, mientras deja las migajas
para los perdedores. Al igual que en una Copa del Mundo, son mucho los llamados
pero sólo un equipo se lleva el premio. Esto dibuja un contraste con el tan
respetado supuesto que enseñamos en microeconomía, según el cual las
situaciones competitivas son permanentes. De hecho, en la mayoría de los casos,
la competencia es el preludio del monopolio o del oligopolio.
Una
vez más, podemos preguntarnos si esta situación es buena o mala. 'Al ganador,
los despojos' era la doctrina de los gladiadores romanos, que, antes de la
lucha, agregaban 'ave Cesare morituri te
salutam' (ave Cesar, los que están a punto de morir te saludan).
¿Deberíamos adoptar un modelo de coliseo romano y dejar que los perdedores
mueran o hay que disminuir la brecha entre ganadores y perdedores? En lo que yo
denomino el modelo Wimblendon, tenemos una situación en la que el ganador se
lleva un gran premio de, digamos, un millón de dólares y los perdedores se
quedan con premios de consolación de cientos de miles de dólares. Hay bastante
para motivar a los ganadores sin, necesariamente, destruir a los perdedores.
Por
encima y más allá de la cuestión de si es correcto permitir tales brechas en
los ingresos, podemos formular una pregunta práctica: ¿es estratégicamente aconsejable permitir que estas brechas se
desarrollen? ¿Qué harán los perdedores? ¿Acaso aceptarán necesariamente la
dolorosa derrota y la pobreza que la acompaña o comenzarán a demostrar su
malestar rompiendo con el sistema? Bastante más allá de lo que moralmente
plantea el asunto de la creciente desigualdad en los ingresos, encontramos un
asunto de interés propio. La calidad de vida de todos los grandes campeones se
verá gravemente perjudicada si deben dedicar recursos considerables a
protegerse contra la horda de descontentos. Actualmente, los descontentos
tienen acceso a la tecnología, en parte relacionada con armas de destrucción
masiva químicas, nucleares, biológicas, etc. ¿Es sabio alimentar el descontento
a través de una creciente desigualdad de los ingresos?
A
la pregunta '¿ha beneficiado la globalización a toda la humanidad?', en este
momento, la respuesta debe ser no o, al menos, no todavía. Entre el 30 y el 40%
se puede haber beneficiado, pero la mayoría de la humanidad aún vive en la
pobreza. 1.200 millones de personas viven con menos de un dólar diario y no han
tenido la oportunidad de degustar los placeres de la bonanza. Sin embargo, la
globalización y la tecnología han aumentado significativamente el tamaño de la
torta mundial. La creación de riqueza en los últimos treinta años (según los
indicadores estadísticos incompletos que no dan una total relación del cambio
cualitativo) ha sido espectacular. Estadísticamente hablando, los países de la
OCDE son actualmente tres veces más ricos que en los años 60. Si podíamos
permitirnos un sistema de protección social generoso en aquella época,
podríamos permitirnos sistemas aún más generosos en la actualidad, si la torta
estuviese disponible para todos.
Una
solución popular consiste en seguir agrandando la torta. Desde luego, el
crecimiento económico, especialmente el ecológicamente sostenible, es
aconsejable, pero es poco probable que esto baste para resolver el problema de
la desigualdad. En primer lugar, la torta ya es sumamente grande y hay
suficiente para seguir adelante, al menos en lo que respecta a las necesidades
básicas e intermedias. No hay una razón objetiva de que la gente esté
desnutrida, mal vestida o que no tenga una vivienda adecuada. Cuando nos
desplazamos hacia los productos intensivos en información (que es alrededor de
la mitad de lo que producimos hoy día), la capacidad para producir es tan
enorme que no podemos esperar consumirlo todo. La industria informática es un
buen ejemplo de esta gran abundancia. El rendimiento y el volumen aumentan casi
exponencialmente, mientras que los costos unitarios disminuyen.
Independientemente de cuánto nos esforcemos, no podemos utilizar la capacidad
que ya controlamos. Esto es verdad,
hasta cierto punto, para toda la economía. Hemos vencido la escasez, excepto en
aquellos ámbitos donde los límites para el crecimiento son ecológicos.
La
segunda razón por la que el crecimiento por sí solo no puede generalizar la prosperidad
es la hipótesis del ganador que se lo lleva todo. Si el premio del campeonato
de tenis aumenta, ¿acaso disminuirán las probabilidades de que Pete Sampras
gane al campeón local? De hecho, es posible que las aumente. Si nos encontramos
en un mercado darwinista donde sobrevive el más fuerte, el hecho de tener
premios más grandes no hará equitativos los ingresos. Incluso incitará aún más
a los contendientes diestros a inscribirse en el torneo y a exacerbar la
situación de 'ganador-se-lo-lleva-todo'.
En
resumen, la globalización, junto con el cambio tecnológico, está resolviendo de
una vez y para siempre el problema de la escasez. Pero, hasta ahora, no se ha
revelado como una herramienta eficiente y equitativa con respecto a la riqueza.
De las tres grandes preguntas que se plantea la economía, el qué, el cómo y el
para quién, se han resuelto, básicamente, las dos primeras. Pero el 'para
quién' aún carece de respuesta. Es posible que la justa distribución requiera
mecanismos que no pertenecen al mercado.
4. ¿Quién debería actuar como director de escena?
4.1 El mercado: ¿el único
director de escena?
¿Puede
el mercado garantizar una interacción fluida entre los diversos actores de la
escena mundial y promover el interés público sin una fuerza exterior? ¿Deberían
las empresas asumir funciones de gobierno? De hecho, en algunos períodos
históricos, las empresas asumieron, asumieron dichas funciones. A comienzos del
período mercantilista, las empresas privadas eran filiales del gobierno en el
proceso de la expansión colonial. La Indian Company y la Hudson Bay Company
tenían monopolios garantizados por el Estado para administrar los territorios
colonizados. ¿Podría darse una situación similar hoy en día? ¿Puede el gobierno
global privatizarse completamente? Creemos que no por tres razones:
·
En primer lugar, un sistema de mercado sólo
puede funcionar adecuadamente cuando está gobernado por ciertas reglas
operativas. Sin un Estado de Derecho que garantice la propiedad y los
beneficios, un sistema de mercado degenera rápidamente en un sistema de mafias.
La experiencia del salvaje Oeste americano a finales del siglo XIX y de algunas
repúblicas ex soviéticas después de la caída del comunismo demuestra que,
cuando no hay un gobernante, las tácticas del más fuerte y el crimen organizado
reemplazan al mecanismo de mercado y a la competencia de precios como los
instrumentos privilegiados de los negocios. ¿Para
qué intentar vender cuando basta con coger lo que se quiere? Cuando el
chantaje no está frenado por un poderoso agente que haga respetar las reglas,
prima en la conquista de los consumidores. El mercado no puede disciplinarse si
todos no acuerdan renunciar al juego sucio. De la misma manera que sería
inconcebible imaginar los Juegos Olímpicos sin árbitros, la competencia global
no puede funcionar sin ningún tipo de árbitro. Dentro de los límites de un
Estado-nación, un sistema de mercado funciona razonablemente bien. Pero, cuando
se libera de toda regla debido a la ausencia de un gobernante, su servicio en
aras del interés público es algo mucho más dudoso. Además, si los gobiernos ya
no garantizan la propiedad y los beneficios, todas las empresas se encontrarán
abandonas a sus propios medios y tendrán que invertir en ejércitos para
defender sus propiedades. Es evidente que las empresas necesitan la protección de los gobiernos y que sería temerario para
el mundo empresarial reducir a éste último a la impotencia total.
·
En segundo lugar, por muy brillante que sea el
empresario contemporáneo (gerente general), él o ella, per se, no están preparados para gobernar el mundo. Las cualidades
necesarias para un empresario de éxito o de un presidente ejecutivo privado no
son necesariamente congruentes con los requisitos para gobernar. Bill Gates
puede ser un genio en el campo de la informática, pero no está preparado o,
incluso, interesado en tratar cuestiones de interés público, que de pronto se
han situado en su área de influencia. El problema de los directores generales
de las grandes empresas multinacionales es que acaban acaparando mucho más poder del que jamás habían soñado.
Al igual que el cuento del toro dentro de la tienda de artículos de porcelana,
no pueden moverse sin quebrar involuntariamente las cosas. No obstante, ni el
toro en la tienda de porcelana ni el director general quieren necesariamente
quebrar las cosas. En ambos casos, la quebrazón es un efecto secundario
involuntario. El director general inteligente evitaría con gusto la
responsabilidad de un gobierno global para equipar mejor a las organizaciones y
concentrarse en realizar beneficios en un mundo regido por reglas.
·
En tercer lugar, la eficacia de los mercados se
basa en la premisa de la competencia permanente
y saludable, garantizada por la legislación anticártel y antimonopolio. Como se
ha señalado anteriormente, este supuesto es impugnable. En una situación de
ganador-se-lo-lleva-todo, la mejor estrategia es apostar por un monopolio o por
un oligopolio, con la influencia que esto implica y las economías de escala que
pueden gestionar. En el debate actual sobre Windows 98, el Departamento de
Justicia de Estados Unidos, una institución sumamente poderosa, intenta imponer
reglas a un actor global llamado Microsoft. Ahora bien, la jurisdicción de las
leyes de Estados Unidos se limita a su territorio. En una economía globalizada,
los Microsoft del futuro pueden pasar por encima de las jurisdicciones
nacionales y establecer monopolios globales. No existe una legislación global
antimonopolios. Windows 98 puede venderse fuera de Estados Unidos si otros
países lo permiten. Como consecuencia, una economía global dominada por un
conjunto oligopólico de grandes campeones puede protegerse totalmente contra la
legislación antimonopólica. Es probable que los monopolios o los oligopolios
globales no sean parangones de eficacia, y las distorsiones generadas por los
mercados imperfectos pueden imponer costos significativos no sólo a los
productores sino también a los consumidores.
Más
allá de la eficiencia, debemos pensar en las consideraciones éticas. El
gobierno regido por los mercados iría en contra de la filosofía política básica
del mundo occidental, a saber, la democracia. Las decisiones adoptadas por los
mecanismos de mercado, ya sea en un modelo competitivo, oligopólico o
monopólico, nacen de la interrelación entre oferta, demanda y precios. El
responsable final de la decisión es el voto
dólar. Un dólar = 1 voto, 10 dólares = 10 votos, un millón de dólares = un
millón de votos. Esto es algo bastante diferente del principio básico de la
democracia, que es, fundamentalmente, una
persona, un voto. Antes de la globalización, la ampliación de los mercados
y la ampliación de la democracia iban de la mano. Con la globalización, y
especialmente con la ausencia de un mecanismo de regulación global que actúe
como compensación, los dos sistemas de toma de decisiones siguen un trayecto de
colisión. Cuando todo lo decide el dólar voto, hay un claro déficit democrático, lo cual es
incompatible con el sistema reconocido de valores dominante en el mundo
actualmente. Un presidente de Estados Unidos puede ser destituido por los
ciudadanos de ese país, pero no sae puede hacer lo mismo con Bill Gates. Los
directores ejecutivos de las grandes corporaciones globales gozan de una
inmunidad de facto en la rendición de
cuentas al tratar el mundo como su coto privado, pasando por encima de las
jurisdicciones nacionales. Es verdad que los consumidores pueden ejercer cierta
presión sobre las empresas que no son de su agrado, siempre y cuando haya
alternativas; la ausencia de estas alternativas, es decir, los monopolios,
obliga a los consumidores a aceptar lo que les ofrecen. La idea de que los
consumidores descontentos puedan obligar a una empresa a someterse a sus deseos
es realista sólo cuando una sólida competencia mantiene a todos los
jugadores-empresarios en el tablero de juego. Pero cuando los oligopolios o los
monopolios predominan, la ausencia de alternativas confiere un enorme poder a
los productores y muy poco a los consumidores.
Por
estas tres razones, pensamos que no es sostenible una globalización que se
produce sólo como resultado de los factores del mercado y no restringida por
las fuerzas externas al mercado. Por lo menos se necesita un árbitro más allá
de los votos del dólar. Por las razones mencionadas más arriba, este árbitro no
puede ser una ONG o un grupo de influencia de interés especial. En el proceso
de eliminación, el árbitro global debe encontrarse entre un actor o actores con
raíces democráticas. Esto apunta al papel potencial de las OIG.
5. ¿Un papel clave para las OIG?
Si
no se puede garantizar el gobierno sólo mediante el mecanismo del mercado y los
gobiernos de los Estados-naciones han sufrido un recorte de sus atribuciones en
términos de su capacidad para formular políticas, ¿quién debería hacerse cargo?
Es muy probable que en algún momento del siglo XXI, y más temprano que tarde,
surja algún tipo de gobierno global.
La globalización como proceso histórico tendrá que ralentizarse o tendrá que ser complementado
con una forma descentralizada de gobernancia inteligente, equilibrada y global.
Creemos que la gobernancia global es el
eslabón perdido que a su vez se necesita para dominar y gestionar la
globalización, para garantizar que en el juego no habrá grandes perdedores.
La creciente interdependencia intersectorial y geográfica hace de esto un
imperativo a largo plazo. Sin embargo, a mediano plazo son necesarias y
posibles algunas medidas intermedias. Éstas giran en torno a la noción de
regulación global, que se encuentra aún a varios pasos del gobierno global.
La
noción de gobierno denota la
existencia de una institución con una carta de organización, derechos,
responsabilidades y mecanismos de ejecución. La noción de regulación es más sutil. Implica que las funciones del gobierno
pueden implementarse sin una institución central. Sería posible diseñar un
sistema de gobierno global mediante una serie de tratados internacionales y con
la creación de las OIG adecuadas. Hasta cierto punto, esto ya está sucediendo,
aunque, desde nuestra perspectiva, de manera muy desordenada, aleatoria y caótica.
Las OIG se multiplican como conejos y todos los días hay más países donde se
crean una variedad de entidades que acaban duplicándose y duplicando sus
funciones, mientras que al mismo tiempo dejan grandes brechas sin abordar. Así,
todas las semanas se celebran en el mundo reuniones de nivel ministerial para
crear zonas de libre comercio regional, para reforzar las antiguas ya
existentes o para elaborar acuerdos sectoriales. La sopa de letras de las OIG
que produce esta abundancia es desalentadora, y crea en el ciudadano normal más
escepticismo con respecto al gobierno en general.
Para
reemplazar el caos con el orden, es necesario llevar a cabo un replanteamiento
fundamental del sistema de OIG que se ha desarrollado desde la Segunda Guerra
Mundial. En términos amplios, las OIG pertenecen a cuatro grandes categorías.
La primera proviene directamente del proceso de Bretton Woods y en ella se
incluyen aquellas OIG con unas responsabilidades económicas globales, tales
como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial. La segunda son
OIG regionales, como la Unión Europea (UE), el Tratado de Libre Comercio de
América del Norte (NAFTA), la Cooperación Económica Asia-Pacífico (CEAP), el
Mercado Común de América del Sur (MERCOSUR), etc. El tercer grupo abarca
aquellas OIG que son globales, sin tener miembros universales, como en el caso
de la OCDE (29 miembros), la Organización Mundial del Comercio (OMT; 130
miembros o más) o las Naciones Unidas (más de 160). Esta última aspira a la
universalidad, pero no incluye a todos los países del mundo, puesto que
algunos, como Suiza, todavía no se han integrado. De hecho, no hay ninguna OIG
que agrupe a todos los más de 200 países del mundo. Un verdadero gobierno
global debería eventualmente requerir una OIG de este tipo. El cuarto grupo es
regional pero tiene un objetivo específico de seguridad. De las grandes
alianzas militares del mundo, sólo sobrevive la Organización del Tratado del
Atlántico Norte (OTAN), que actualmente vive un proceso de expansión y de replanteamiento
de su misión.
6. Conclusión: una agenda para el gobierno global
Este
artículo ha sostenido que la globalización está teniendo profundos efectos en
la humanidad, algunos de los cuales son muy positivos y otros muy amenazantes.
El carácter desigual y asimétrico del proceso histórico nos conduce a la
inevitable conclusión de que es necesario gestionarlo. La globalización debe
basarse en las reglas y no puede permitirse que sea azarosa, aleatoria o
salvaje. Hay demasiadas cosas en juego. Especialmente, es imperativo que el
sistema mundial se someta al Estado de derecho. Sin la ley no hay civilización,
y sin gobierno, de una u otra forma, no puede haber ley que se haga respetar.
Por consiguiente, debe definirse el programa para un gobierno global como
complemento necesario de la globalización inducida por el mercado. En nuestra
opinión, debería girar en torno a dos cuestiones claves:
6.1 ¿Qué deberían hacer los
gobiernos en el siglo XXI?
Debido
al mundo cambiante en que vivimos, ¿cuál debería ser el papel del Estado en el
siglo XXI? Desde la caída del muro de Berlín, esta pregunta no ha tenido
respuestas satisfactorias. Hay pocas ideas coherentes en la globalización. Hay
'poca izquierda en la izquierda', por así decirlo, y, al mismo tiempo, 'no está
todo derecho en la derecha'. Además, no hay ningún modelo nacional lo
suficientemente convincente para escoger. Hace quince años, estaba el modelo de
Estados Unidos, el soviético, el japonés, el sueco, el francés y el alemán como
modelos en el menú de opciones deseables. Esto era antes de la globalización.
Actualmente, todos estos modelos o se han colapsado como modelos o se
encuentran en un proceso de replanteamiento fundamental. Por defecto, el modelo
estadounidense parece haber sobrevivido, si bien el jurado aún no ha decidido
sobre su sostenibilidad a largo plazo ni sobre su carácter exportable a otros
países. Recuerdo que durante mis estudios de doctorado en la universidad de
Cornell, mi profesor de Historia Económica, un estadounidense, decidió dejar de
enseñar historia económica de Estados Unidos alegando que el contexto era tan
excepcional que pocas lecciones universales podían extraerse de él. En cierto
sentido, esto puede ser verdad en el modelo actual de Estados Unidos. Más allá
del hecho de que uno de sus costos reconocidos ha sido una mayor desigualdad
que en Europa y, por lo tanto, una mayor desigualdad entre ricos y pobres,
existe cierta incertidumbre sobre su posibilidad de generalización. Si, por
ejemplo, el mundo entero adoptara exactamente las mismas normas que Estados
Unidos, ¿tendríamos un pleno empleo global? Es muy dudoso. En muchos sentidos,
la ventaja competitiva de Estados Unidos existe en la medida en que otros
países no utilizan las mismas estrategias. Si todos lo hicieran, las ventajas
competitivas serían neutralizadas.
En
un sentido fundamental, debemos hacernos una pregunta muy básica: '¿Qué
deberían hacer los gobiernos en el siglo XXI?'. Las respuestas a esta pregunta
están actualmente veladas por clichés sin sentido. El paradigma implícito
parece ser un 'gobierno de excepción', sugiriendo que el sistema por defecto
debería ser el mecanismo del mercado y que, si esto falla, entonces deberían
intervenir los gobiernos. No obstante, incluso en este gobierno de excepción,
los criterios para la acción del gobierno no son explícitos y, en los pocos
casos en que sí lo son, parecen ignorar la globalización y suponer, como muchos
políticos, que el grado de libertad gubernamental, es decir, sus capacidades de
formular políticas, siguen estando intactas y que una ley del parlamento o del
congreso podría ser suficiente para reordenar los acontecimientos. Nada podría
estar más lejos de la verdad, ya que la capacidad de los agentes del sector
privado para pasar por encima de la jurisdicción que se opone a sus prácticas,
de hecho, disminuye de manera significa la capacidad de intervención de las
antiguas estrellas del sistema de Westfalia.
Al
pensar en la principal función del gobierno en el futuro, es posible que se
produzca un amplio consenso en torno al objetivo mínimo de garantizar el Estado
de derecho y, por lo tanto, actuar como un árbitro del sistema de mercado. El
papel del gobierno como generador de reglas y ejecutor de las mismas es
supuestamente aceptable en prácticamente todas las ideologías. Pero sigue
siendo una cuestión bastante más difícil saber cómo se formularán las reglas,
cómo se definirán y cómo se ejecutarán, mediante una severa aplicación o por
persuasión moral. Hay muchas declaraciones formales en relación a la necesidad
de un sistema basado en reglas o un campo de juego nivelado, aunque existe un
desacuerdo considerable con respecto a cómo nivelar el campo.
Más
allá de la formulación de reglas, los gobiernos del futuro tendrán que decidir
si tienen o no injerencia en la distribución
de los ingresos. ¿Deberían los gobiernos asumir una responsabilidad para
disminuir la desigualdad de los ingresos? Si se acepta una responsabilidad para
conseguir una distribución equitativa de los ingresos, ¿debería ejercerse a
nivel nacional solamente o se requiere una iniciativa global? Antes de la
globalización, los Estados-naciones individuales podían establecer las reglas y
diseñar las políticas sociales que los ciudadanos deseaban. Algunos países
podían construir generosas redes de seguridad bajo la forma de política de
ingresos, empleo, salud y educación, y mantenerlas con impunidad. Desde el
nacimiento de la globalización y de los factores móviles de la producción, los
sistemas sociales han convergido hacia abajo, es decir, hacia el mínimo común
denominador. Puesto que un sistema social generoso suele financiarse mediante
altos impuestos, la amenaza de relocalizar a las empresas y a los individuos
obliga a los gobiernos a disminuir estos impuestos y a disminuir los sistemas
sociales que financian. En muchos sentidos, se podría sostener que el sistema social de costo más bajo debería
prevalecer en un escenario competitivo cualquiera, en el mismo sentido que
el precio más bajo prevalece en un mercado dado con una información adecuada y
un factor de movilidad.
La
convergencia de los sistemas de protección social hacia abajo suscita la
pregunta acerca de si no se necesitará recurrir a 'cláusulas sociales' en los
acuerdos comerciales internacionales. Sin estas cláusulas sociales, los países
con los sistemas sociales más generosos sufrirán de las desventajas
competitivas. En un sentido más general, podemos formularnos la pregunta de si
aún es posible competir entre diferentes sistemas sociales o si deben
armonizarse con el fin de asegurar un campo de juego nivelado. El mismo tipo de
argumentación puede formularse para los sistemas de protección del medio
ambiente, que también pueden generar desventajas competitivas si no los aplican
todos los actores en juego.
De
lo dicho se desprende que, a medida que progresa la globalización, las
políticas sociales tendrán que ser o más progresivamente globales (o al menos
continentales) para que sean efectivas. En
especial, tendrá que recortarse el espacio social y económico. Si el
espacio económico es global y el espacio social es regional, la disonancia que
engendra esta situación conducirá a la tan temida carrera hacia abajo. A menos
que los competidores se encuentren con las mismas reglas y obligaciones en
relación a sus fuerzas laborales y a sus sociedades civiles, el empuje hacia
abajo de la competencia reducirá a los sistemas sociales a un simple mínimo. La
triste experiencia del ex bloque soviético, especialmente Rusia, que se
desplaza bruscamente de un sistema socioeconómico que regulaba desde el
nacimiento hasta la muerte, a un mercado no regulado de barones expoliadores
implacables, ha disminuido significativamente el bienestar básico de los
ciudadanos. Todos los indicadores sociales señalan hacia aquel hecho. De manera
muy sorprendente e inesperada, aparte de los nuevos ricos, los ciudadanos del
ex bloque soviético recuerdan con nostalgia la época del comunismo, 'cuando los
empleos, los salarios y los alimentos eran horribles, pero al menos teníamos
empleos, salarios y alimentos, al contrario de lo que tenemos ahora', como le
resumió al autor una de sus fuentes.
Más
allá del Estado como árbitro y el Estado como potencial redistribuidor del
ingreso, tendrán que examinarse y evaluarse otras funciones. ¿Cómo deberían los
gobiernos competir unos con otros para atraer el capital por la vía de
programas de incentivo? ¿Hasta dónde deberían los gobiernos ofrecer servicios
esenciales? ¿Deberían proteger la cultura y las denominadas industrias
estratégicas? ¿Deberían establecer reglas sobre los monopolios, etc.? Todas estas
preguntas han sido glosadas últimamente, pero el carácter generalizado de la
globalización nos obliga a enfrentarlas con unos juicios de valor explícitos.
No podemos seguir evitándolas.
6.2 ¿Quién debería hacer
qué, desde lo global hasta lo local?
Tras
clarificar un conjunto de respuestas a la primera pregunta, debemos responder a
un segundo conjunto: ¿a qué nivel (desde lo global universal de las OIG a la
municipalidad local de un determinado país) debería llevarse a cabo una
intervención (es decir, que no pertenezca al mercado) de 'gobierno'? Aquí el
principio de lo subsidiario es atractivo. Si las cosas se pueden resolver a
nivel local, ¿por qué molestarse para asumirlo a un nivel superior? Sin
embargo, puesto que la globalización engendra una interdependencia creciente,
tendrán que solucionarse un número creciente de problemas. Por ejemplo, puesto
que los cambios climáticos no respetan las fronteras nacionales, las soluciones
al cambio climático tendrán que ser globales o al menos involucrar a los principales
actores que intervienen en dicho cambios: los que contaminan, los grandes
consumidores de energía, etc. O, dado el carácter global de Internet, ¿habrá
que regularlo? Y, si es así, ¿quién lo hará? ¿Debería pedirse a la OCDE, a la
OMC o a Naciones Unidas que formulen y ejecuten estas reglas?
Si
elaboramos una lista de los gobiernos en el mundo, veremos una cifra
sorprendentemente enorme. Hay unos 200 gobiernos nacionales. Si agregamos a éstos los gobiernos subnacionales de los
Estados federales, veremos que hay unos 1.000 gobiernos con autoridad
jurisdiccional con autoridad para bloquear en algunos casos las legislaciones
sobre medio ambiente o la desregulación de Internet, etc. Si a éstos agregamos
los gobiernos de los concejos y los municipios en todo el mundo, las cifras
llegan a muchos cientos de miles.
Antes de la globalización, esto no era un problema. Sin embargo, la capacidad
de aproximadamente 500.000 gobiernos en el mundo para competir unos con otros
con el fin de atraer factores móviles de producción, hacen de la pregunta
'¿Quién debería hacer qué?' un factor muy importante. La capacidad colectiva de políticas de los gobiernos es aún muy
importante. La capacidad individual empieza a desvanecerse muy rápidamente.
Por extensión, la respuesta a la segunda pregunta requerirá el replanteamiento
del sistema global de OIG según líneas más racionales. Por lo tanto, uno de los
elementos esenciales del programa de la gobernabilidad global debería girar en
torno a la eficacia de la intervención del gobierno. Inicialmente, esto
involucrará niveles de gobierno y, a medida que profundicemos en el análisis de
las modalidades alternativas de las iniciativas gubernamentales, será relevante
realizar un análisis de los mecanismos del gobierno. Entrará en juego la elección
de instrumentos (legislación, regulación, incentivos, desincentivos, persuasión
moral, etc.).
6.3 ¿Quién debería ocuparse
de estos asuntos?
La
cuestión emergente de la gobernabilidad global es demasiado importante para
dejarla en manos de uno u otro grupo. Los monopolios son peligrosos. No hay un
grupo único que pueda darse a sí mismo el mandato para abordar esta cuestión
con exclusión de los demás. Idealmente, muchas diferentes organizaciones, tal
vez cada uno de los actores principales del nuevo escenario mundial, deberían
ocuparse de este asunto. En la cabeza de la lista están las propias OIG,
especialmente aquéllas con funciones amplias y diversas, como la OCDE, la
UNESCO y la OMC. Pero, puesto que la gobernabilidad global no es sólo un asunto
económico, deberían involucrarse otros sectores, incluyendo las ONG,
universidades, grupos de reflexión, los gobiernos de los Estados-naciones y las
propias empresas, que deberían, progresivamente, desplazarse desde una estrecha
carta de intenciones, centrada principalmente en la maximización de los activos
de los accionistas, a objetivos más
amplios que implican tener en cuenta los intereses de los participantes externos. De hecho, cuanto mayor sea la
gobernabilidad corporativa, menor
será la necesidad de gobernabilidad pública.
No obstante, en ausencia de un sector privado global autodisciplinado y que
respete voluntariamente las reglas equitativas de la competencia, se requieren
árbitros exteriores, cuya función deberían analizar y examinar diversos grupos.
La
cuestión es urgente. La investigación no debería ser únicamente diagnóstica,
sino que también debería aportar soluciones, porque lo que está en juego es muy
importante. Para completar nuestra metáfora del teatro, permítasenos decir,
para terminar, que debemos evitar a toda costa un 'teatro del absurdo' en el
siglo XXI, donde los actores individuales con buenas intenciones choquen en un
sistema mundial defectuoso que se vuelva autodestructivo. La globalización sin
reglas es, a largo plazo, perjudicial para los intereses de todos, si bien
puede parecer atractiva a los ganadores del día. No obstante, los ganadores del
día no son necesariamente los ganadores del mañana. Como lo expresó un director
ejecutivo, 'si no puedes ganar siempre, asegúrate de que los perdedores tengan
algo'. Esto es un sabio consejo. En un mundo competitivo, hay un lugar para los
ganadores y los perdedores, que no significa que los perdedores tengan que
sufrir la misma suerte que los gladiadores romanos derrotados. La economía
mundial puede permitirse a la vez motivar a los ganadores potenciales y
mantener a los perdedores eventuales.
Sería
lamentable que el sistema capitalista, que ha conseguido afirmar su
superioridad económica sobre los otros sistemas, procediera de tal manera que
se autodestruyera por falta de visión hacia el futuro y de autodisciplina. El
peligro es real... Y, sin embargo, es absolutamente evitable, si se adoptan las
acciones correctivas adecuadas en el momento oportuno.
Traducido del inglés
Nota
*
Las opiniones aquí expresadas son del autor y no reflejan necesariamente la
posición oficial del gobierno de Canadá. Los elementos de estas dos primeras
sesiones fueron presentados inicialmente en una conferencia dada por el autor
en la serie de conferencias Carlson, en la Universidad de Ottawa, en marzo de
1998, y han sido incluidas en las actas de aquella serie de conferencias en un
artículo publicado bajo el título "¿Se puede gestionar la
globalización?".